jueves, agosto 28, 2008

Jorge Teillier - Chile (1935 - 1996)



Sentados frente al fuego


Sentados frente al fuego que envejece
miro su rostro sin decir palabra.
Miro el jarro de greda donde aún queda vino,
miro nuestras sombras movidas por las llamas.

Esta es la misma estación que descubrimos juntos,
a pesar de su rostro frente al fuego,
y de nuestras sombras movidas por las llamas.
Quizás si yo pudiera encontrar una palabra.

Esta es la misma estación que descubrimos juntos:
aún cae una gotera, brilla el cerezo tras la lluvia.
Pero nuestras sombras movidas por las llamas
viven más que nosotros.

Sí, ésta es la misma estación que descubrimos juntos:
-Yo llenaba esas manos de cerezas, esas
manos llenaban mi vaso de vino-.
Ella mira el fuego que envejece.


Un desconocido silba en el bosque

Un desconocido silba en el bosque.
Los patios se llenan de niebla.
El padre lee un cuento de hadas
y el hermano muerto escucha tras la puerta.

Se apaga en la ventana
la bujía que nos señalaba el camino.
No hallábamos la hora de volver a casa,
pero nos detenemos sin saber donde ir
cuando un desconocido silba en el bosque.

Detrás de nuestros párpados surge el invierno
trayendo una nieve que no es de este mundo
y que borra nuestras huellas y las huellas del sol
cuando un desconocido silba en el bosque.

Debíamos decir que ya no nos esperen,
pero hemos cambiado de lenguaje
y nadie podrá comprender a los que oímos
a un desconocido silbar en el bosque.


Fin del mundo

El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor alumno.
El borracho del pueblo
dormirá en una zanja,
el tren expreso pasará
sin detenerse en la estación,
y la banda del Regimiento
ensayará infinitamente
la marcha que toca hace veinte años en la plaza.
Sólo que algunos niños
dejarán sus volantines enredados
en los alambres telefónicos,
para volver llorando a sus casas
sin saber qué decir a sus madres
y yo grabaré mis iniciales
en la corteza de un tilo
pensando que eso no sirve de nada.

Los evangélicos saldrán a las esquinas
a cantar sus himnos de costumbre.
La anciana loca paseará con su quitasol.
Y yo diré: "El mundo no puede terminar
porque las palomas y los gorriones
siguen peleando por la avena en el patio".


Alegría

Centellean los rieles
pero nadie piensa en viajar.
De la sidrería viene olor
a manzanas recién molidas.
Sabemos que nunca estaremos solos
mientras haya un puñado de tierra fresca.

La llovizna es una oveja compasiva
lamiendo las heridas
hechas por el viento de invierno.
La sangre de las manzanas
ilumina la sidrería.

Desaparece la linterna roja
del último carro del tren.
Los vagabundos duermen
a la sombra de los tilos.
A nosotros nos basta mirar
un puñado de tierra en nuestras manos.

Es bueno beber un vaso de cerveza
para prolongar la tarde.
Recordar el centelleo de los rieles.
Recordar la tristeza
dormida como una vieja sirvienta
en un rincón de la casa.
Contarles a los amigos desaparecidos
que afuera llueve en voz baja
y tener en las manos
un puñado de tierra fresca.


La ventana abierta

Todas las nubes
me anunciaban que tú llegarías
cuando despertaba para volverme
hacia la ventana secreta de los sueños.
Pero tú debías extraviarte:
los pájaros se comían las migas
que sembraba para señalarte el camino.

Alguien vestido siempre de negro te vigilaba
y quería transformarte en otra
para que yo no te reconociera.
Hasta que de pronto nos encontramos
y la realidad hecha pompas de jabón
voló de retorno al país de la pureza.


XV

Ninguna ciudad es más grande que mis sueños.
Volveré al invierno del sur
cuando las raíces blanqueadas por la lluvia
muestren la calavera del tiempo
bajo el sorpresivo vuelo de carbón y nieve
de queltehues que no se cansan de pedir agua.

Pasado el Puente del Malleco
mi amigo me invita a comer de sus provisiones.

Hablamos con nuestros compañeros de banco:
un militar jubilado y un campesino de manta de Castilla.
Nos invitan a tomar pipeño.
Nos desafían a jugar brisca.
El tren se detiene.
Trazo un círculo en la ventanilla
borrando el aliento de la noche:
No hay estrellas.
Sólo un pobre nido de luces sobre una estación.
Alguien despierta y mira como si nunca hubiese viajado.
Atravieso el Bío-Bío y avanzan pueblos terrosos
que no me doy el trabajo de mirar.
Entrego mi pasaje al conductor.
Los vagones forman un largo cortejo.
En la madrugada entumecida de Chillán tomamos
café con aguardiente.
El sol del alba nos levanta los párpados cerca de Rancagua
(allí vimos una vez predicar al Cristo de Elqui).
El mismo ciego de la infancia sigue tocando su guitarra.
Se llega a la Estación Central perdido entre el gentío.
La ramazón de fierro retiene el eco de nuestros pasos
para mascullar oscuras canciones.
Vagaré por las calles y sin querer me detendré frente
a una bodega.
Hay un libre olor a tierra tras la lluvia,
vuelvo al patio donde saludo la nubecilla enviada
por la última locomotora a vapor.


Cuando todos se vayan

A Eduardo Molina Ventura

Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.


Pequeña confesión

En memoria de Serguéi Esenin

Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones.
Me amaron las doncellas y preferí a las putas.
Tal vez nunca debiera haber dejado
El país de techos de zinc y cercos de madera.

En medio del camino de la vida
Vago por las afueras del pueblo
Y ni siquiera aquí se oyen las carretas
Cuya música he amado desde niño.

Desperté con ganas de hacer un testamento
-ese deseo que le viene a todo el mundo-
Pero preferí mirar una pistola
La única amiga que no nos abandona.

Todo lo que se diga de mí es verdadero
Y la verdad es que no me importa mucho.
Me importa soñar con caminos de barro
Y gastar mis codos en todos los mesones.

"Es mejor morir de vino que de tedio"
Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas.
Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano
cuando se gastan los codos en todos los mesones.

Tal vez nunca debí salir del pueblo
Donde cualquiera puede ser mi amigo.
Donde crecen mis iniciales grabadas
En el árbol de la tumba de mi hermana.

El aire de la mañana es siempre nuevo
Y lo saludo como a un viejo conocido,
Pero aunque sea un boxeador golpeado
Voy a dar mis últimas peleas.

Y con el orgullo de siempre
Digo que las amadas pueden ir de mano en mano
Pues siempre fue mío el primer vino que ofrecieron
Y yo gasto mis codos en todos los mesones.

Como de costumbre volveré a la ciudad
Escuchando un perdido rechinar de carretas
Y soñaré techos de zinc y cercos de madera
Mientras gasto mis codos en todos los mesones.


Epitafio

Aquí yace con mi infancia Samuel Donoso
cuyo nombre fue escrito por el vino.
Fue un rondador de tabernas
hasta que al final cayó en las cunetas.
Sus últimos deseos fueron
leer "Las aventuras de las 12 sillas" y comer naranjas.
Tú, que lo conociste, si lees estas líneas,
ve a beber en su nombre y como quien lanza
"un trompo de siete colores en el patio de la escuela"
una copa a " Los Pisos Blancos" o a "El Amigo
de Todas las Naciones"
y trata de preguntarte por qué alguien como él
eligió pasar por la República
"sin reloj ni palabra de honor a bordo de una nube".


Botella al mar

Y tú quieres oír, tú quieres entender. Y yo
te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.
Lo que escribo no es para ti, ni para mí, ni
para los iniciados. Es para la niña que nadie
saca a bailar, es para los hermanos que
afrontan la borrachera y a quienes desdeñan
los que se creen santos, profetas o poderosos.


Un hombre solo en una casa sola

Un hombre solo en una casa sola
No tiene deseos de encender el fuego
No tiene deseos de dormir o estar despierto
Un hombre solo en una casa enferma.

No tiene deseos de encender el fuego
Y no quiere oír más la palabra Futuro
El vaso de vino se ha marchitado como un magnolio
Y a él no le importa estar dormido o despierto.

La escarcha ha empañado las ventanas
Pero a él sólo le importa mirar la apagada chimenea
Sólo le gustaría tener una copa que le contará
una vieja historia

A ese hombre solo en una casa sola.

Una historia como las que oía en su casa natal
Historias que no recuerda como no recuerda que
aún está vivo
Ve sólo una copa vacía y una magnolía marchita
Un hombre solo en una casa enferma.


Imitando a un poeta de principios de siglo

He recorrido tan pocos caminos
y he cometido tantos errores.
Risible vida, risibles contradicciones,
así fue y así será siempre.

Me entristece mirarte. Otros labios
desgastaron el calor y el latido de tu cuerpo.
Qué importa. Qué importa que caigan sin sentido
tantas lloviznas muertas.

No las temo. No temo
el moho ni la podredumbre amarillenta
No nací para una vida dulce y una sonrisa.

El patio de la casa está sembrado
de los cerezos color de osamenta.
Sí, elegí el invierno
y el marchitarse sin ruido
no debe entristecer a nadie.

1 comentario:

ángel dijo...

Gracias por estos poemas, una verdadera muestra, del talentoso Teiller. Un gusto haber recalado en tu espacio.



Saludos...