martes, noviembre 14, 2006

Paulina Vinderman (Argentina)




















De: El muelle (Alción Editora, 2003)

El muelle

Habrá un sueño para seguir, en un paisaje carbonizado.
...
Habrá pequeñas anotaciones en los bordes de las hojas
como si la vida interfiriera,
...
como si la memoria recortara en papel glacé
las indecisiones, la epopeya privada.

IV

Este verano se parece a un pueblo todavía humeante
después de un bombardeo.
Del otro lado del río, en la bruma, un bote
está listo para llevarme a la frontera.
Si la metáfora suena dramática, es para proteger
esta ausencia sin brillo, el riesgo de una soledad en sordina
y a repetición.
Las heroínas no huyen del calor
ni de los muñecos quemados entre los escombros.
Hay que llegar (del otro lado), y escribir.
Y escribir es despojarme página por página
de un nombre anotado demasiada vida.
Amo este balanceo en la nada,
los recuerdos como linternas en la noche
que atraen a los animales y los alejan de sus cuevas.
Mi cueva es este verano inmóvil, metafísico,
casi irreverente.
¿Hay alguien ahí?
No es fácil de entender tanta certeza, duele el mundo
y yo soy el mundo.
Un galpón atestado de maniquíes de vidrio
para verles, de lejos y cerca, los hilos de la repetición.



VII

Emerjo esta tarde de la ilusión como del fondo de un cuadro.
¿Porqué la oscuridad de las frases es pantana
y al mismo tiempo remedio?
Hemos perdido la única historia que contar.
"Moriré junto a la palmera enferma", dije una vez
(y casi cumplo.)
¡Ah! Abandonarlo todo por una palabra insistente.
(por un objeto insistente)

Paisajes con barcos, manteles de boda,
pasajeros arrojando los billetes usados y las flores
marchitas, en lugares que nunca volveremos a ver.

Ojos audaces, se parecen a las piedras que caen
en las aguas tranquilas de un pueblo cargado de sombras.

"Buenas noches, dulce príncipe", hemos perdido.
La herida de la felicidad cicatrizó, las ausencias brillan
como diamantes en el aire sucio
y las mañanas llenan de una violencia agotada
el lugar del fervor.

Hemos perdido,
y lo perdido tiene forma de viaje empecinado,
triste desde el comienzo, ambiguo hasta la agonía,
hasta el sueño.

Por favor noche, cuando llegues, termina mi sueño.

Nada llegaré a saber salvo la forma de ese sueño:
su centro marcado como un blanco en el cartón.


Fundaciones

Pasa por un pueblo apartado
y se mezcla sin querer en su fiesta principal.
Entre calabazas pintadas y papel serpentina
todos entonan la canción del fundador.
"Podría quedarme, porqué no, para siempre",
miente a conciencia
y cuelga sus ojos del trompetista de la banda.
(pero ¿durante cuánto tiempo puede mentir?)

"Éste es el mundo:
una raíz oscura, la canción de un lugar".
Y el mundo le devuelve un fragmento de canción
para vivir.
Un gesto de despedida como emblema.

El cielo parece hundirse en el camino
y tocar la intemperie con la suavidad de un pincel.

Detrás quedan los galpones de zinc,
las maderas del artesano frente al árbol de guayaba.
Las casa bajas junto al río.
La belleza urgente de una danza inacabada.



De: Bulgaria (Libros de Alejandría, 1998);

El mundo en jaque

Su gata murió de vieja este verano
y el gomero se dejó secar, poco después, obstinado
en el balcón.
¿A quién contar esta historia de locos,
esta encomienda que llega en un caballo con
arneses de plata —cierto rencor en las comisuras—
con quién contar?
El aire está enfermo pero todos respiran,
ella queda morada por el esfuerzo, insomne para
siempre,
buscando la estrella de lata
con la cual vestía su vida en Navidad
para cambiarla por el dibujo de un barco en el Pacífico
o una palabra que resplandezca en la oscuridad
(y no lleve comillas.)


Cajitas chinas o su oscuridad

Lo que yo quería era su oscuridad,
como si esa llave de artificio
me llevara a buen puerto
(en el ropero una muñeca rota
y sobre la mesa las tacitas con flores,
no se ve bien pero saldremos al sol a mediodía)

Su oscuridad como promesa y por amor saber,
pero esa oscuridad era sólo miseria,
ausencia de fondo verdadero
en una vida sofocada por el miedo.

Escuché a mi piel crujir
y a mis pies desnudos sobre la madera.
"Para qué quiero héroes", me dije, una y otra vez
mientras me iba, con la cabeza puesta en
el cráter de un volcán:
un fuego ya extinguido y para siempre culpable
de lo que no puede amparar.


Cónsul honoraria

Te escribo desde la nada,
pequeña oscura funcionaria que ni siquiera ve el río.
La cúpula rota se refleja en los charcos
cuando llueve
y es el único sitio en que brilla el destierro,
la única moneda que parece de oro.

A la hora del café todos hablan de nada,
se espera una tormenta (que pueda desprender el esmalte
del aire) o la notificación de otro destino.
Me siento como un cónsul en mi propia ciudad:
un poema reseco debajo del informe, la mitad
de una carta, una invitación para la fiesta en el muelle.

Esa mujer con los ojos muy pintados debo ser yo,
la que saluda bajo la luz naranja
de los faroles de papel e imagina a una goleta
amarrada a unos pasos
y a su escritorio flotando en alta mar.
El viento es débil
y la humedad de las plantas el punto de impresión.

Una ciudad, otra ciudad, se inclinan sobre mi vida
con su historia (y no lloran la mía)
Nombres tan fuertes como árboles,
tienen razones para llegar al cielo e intentar
resistir al huracán (que también gime un nombre)

La vieja furia por no saber donde piso está presente
(como un clásico)
Una niebla que se levanta del agua y oculta
el horizonte.
Veo mis pies, veo el repliegue,
la noche que termina sin haber empezado,
un cuaderno de notas en los hospitales del mundo.
Una locura de cristal, acuartelada.


De: Escalera de incendio (ed. Último Reino, 1994)

Testimonio entre ríos

El dolor de los olvidos es una mirada, digo
y estiro mi mano hacia un barco. El olor
de los muelles es un lugar.
A veces llaman, mientras mi corazón está
ocupado en la turbidez de un río de frontera:
el modo en que se concentra
sobre la vendedora de la terminal de ómnibus
y le ahueca los ojos.
Me abro paso entre vasos de papel, voceros
de naranjas.
A todas horas escucho el trajín
de las calles que no son las avenidas
de la historia.
Desaparezco —y me olvidan—
usando un cielo incoloro por sombrilla.

El viento trae las noticias:
tarjetas empolvadas de invitación
que llegan irremediablemente tarde, informes
sobre lo que sucede en esta ciudad
que nunca mira las barcazas junto al río.
Mi vida es dada a la vida
(los rasgos de la cara disueltos en la lluvia
como los de un poblado tropical)
Me vacío
ante la resistencia del aire, con el
mismo gesto con que muchas mujeres se desnudan
ante una ventana imaginaria.

Y es casi un disparo en la noche
la forma que elige la seca penetración
de lo real:
un crimen sin testigos ni amarras, en la
opacidad de los días.


Escalera de incendio

Me asomo a la ventana como todas las tardes
para escribirte.
Este cielo es tan pálido que da miedo mirarlo
(y de los jacarandáes con el abuelo basta.)
Sé que estoy viva, es decir
camino calles y veo el trabajo del azar
en la arboleda.
Nada resplandece en los papeles que rondo,
el muchacho de la batería toca de seis a siete
mientras su madre visita amigas
con alguna receta para dejar de amar.
En todo caso la soledad es la que resplandece
y a veces la sequía,
quiero ver al infinito revolotear
en esa torpe batería:
una señal, una traición de una señal, la ficción
de una señal.
Nada es seguro, ya ni siquiera me desvelo
por una palabra para hacerte feliz.


De: Rojo junio. Ediciones Literatura Americana Reunida - LAR - (1988)

Prácticas de la percepción

Me gustan los árboles con capacidad
de otoño.
Que preparan sus hojas al marrón
y se renuncian.

Me gustan los seres que pueden
unirse en el invierno.
Ramas elásticas que retroceden
hacia el blanco.

Pero desconfía de la palabra apresurada.
Las violencias de las tormentas
no siempre insinúan la real rebelión
aunque amenacen las nubes desde dentro.
Y que ese hombre se pasee con camisa
amarilla
no significa que lleve el sol
en su corazón.


De: La mirada de los héroes. Botella al mar, 1982

La mirada de los héroes

Qué mirarán los héroes
cuando miran.
Escurrirán sus ojos a través de desiertos
y el polvo cubrirá
la ciudad que dejaron.
Ellos sabrán que el mar
pertenece a los otros.
Que jamás volverán a llorar
por el pájaro vencido.
Ellos verán el ojo cercano en el fusil
y caerán inmersos en una gota de sudor
en la mejilla del otro.
Estarán ausentes del Terror
sólo un segundo.
Pero abrazarán catedrales, serán héroes
por la sola imposibilidad
de dejar de ser ese hombre que se es.
Que sólo puede mirar a través de su destino
mientras soporta, entera,
la presión del Universo.


De: Los espejos y los puentes. Ediciones buenos aires sur, 1978

XVIII

Y de todas formas
sabemos que no hay alternativa.
Hay que perseguir esa sombra hasta el final.
Hasta que gane alguna de las dos.
En este cuarto donde deambulan las imágenes
y donde todo está prohibido
menos la terrible certeza
de que habremos de preocuparnos
por el desayuno a la mañana.
Mientras tanto los buitres devoran
lo que me falta saber para aferrarme a la soga
y decir que sirve para algo
esta caminata circular hacia el vacío.
Y si la pared es blanca,
yo pinto con los monstruos del alba
las huellas grises de una ciudad en miniatura
boqueando el hollín y el amor
a horcajadas de un poema.
Pero nadie me ayuda en el después.
Y a veces quisiera no dormir
para no despertarme.
Y a veces quisiera volver a nacer
en el alma inconclusa de una oruga.
Y a veces quisiera trepar
un árbol de silencio completado,
y a veces quisiera.


Paulina Vinderman. Nació en 1944 en Buenos Aires, ciudad donde reside.
Estudió Química e Historia del Arte en la Universidad de Buenos Aires.
Publicó los siguientes libros de poesía:
Los espejos y los puentes (ed. Buenos Aires Sur, 1978)
La otra ciudad (ed. Botella al Mar, 1980)
La mirada de los héroes (ed. Botella al Mar, 1982)
La balada de Cordelia (Fundación Argentina para la poesía, 1984)
Rojo junio (Literatura Americana Reunida, 1988)
Escalera de incendio (ed. Último Reino, 1994)
Bulgaria (Libros de Alejandría, 1998)
El muelle (Alción Editora, 2003)
Cónsul Honoraria - Summa poética (ed. Vincinguerra, 2003)
Transparencias (Antología) (ed. Arquitrave, Bogotá, 2005)

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